HOMENAJE A DIOS MUJER

"CÓMO PERMITIRLE A DIOS QUE ROSARIO FLORES SE NOS ESCAPE DE ESTE UNIVERSO CON ESOS OJOS DE PUTA VIDA
QUE AHOGAN  HASTA AL MÁS PURO MAR DE LAS HISTORIAS... CÓMO..."
¿QUISIERA USTED CONTESTARME ESTE TIPO DE ODISEA  AUNQUE SEA CON UNA PLEGARIA?
¡POR FAVOR!!!
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CAPÍTULO DE MI NOVELA "LA PLEGARIA DE LA YERBABUENA"

 

 

PERFUME ROSADO

 

 

 

                                                …amoroso, gentil

 

 

La ciudad ha despertado como me he despertado yo que sigo con todas las mentiras del mundo clavadas en mi esternón.  Si aunque sea conociera alguna  coartada o alguna estrategia  para estropear lo dicho.  Pero no.  Nunca podría estropearlo porque la ingenuidad me come.

 

Lo he vuelto a ver.  Lo he querido volver a ver, y el dorso de su mano se ha deslizado por mi mejilla. Le he sonreído para no llorar.  Pero él sabe que lloro porque no puedo con tanta maldad.  Soy una contagiada de melancolía, y esto siempre ha sido un bautizo de nostalgia para mí.  Un bautizo que él aprovecha nuevamente para pasar sus manos sobre mi rostro.

 

Quisiera mentirme.  Decirme que el engaño es un derecho hereditario de los hombres, y que Alberto y yo volveremos a amarnos.  Pero estoy aterrada, las especulaciones no se disuelven tan fácilmente.  Solo explotan y explotan.  Ya Alberto es casi un retrato gastado, pero sus escenas eróticas aún son codiciadas.  Por eso vuelvo siempre a la misma idea que estoy hipnótica. Muy etérea mientras me aumenta la melancolía.

 

Y recuerdo claramente el enorme lienzo de Sor Juana Inés.  Siempre colgado en la pared trasera de la cama de Alberto.  Es una desolación, le digo.  Siempre se lo he dicho.  Su mirada nunca ha logrado desclavarse de mi nuca, y embriagada con sus ojos poéticos le recorre la espalda a Alberto, la actuación de Alberto… Mi rostro va más allá de la plegaria de Sor Juana, y como si la tuviera dormida sobre mí,  eternizo la materia suave de su lienzo aliviándome del hipnotismo de Alberto.

 

No volví a verlo hasta hoy.  Pasé semanas enclaustrada. Me ahogaba en una profundidad solo mía, en la que era imposible salvar alguna de mis percepciones.   Mi dilema era lamentable, humano.  Devorada por completo en mi enclaustramiento, recordaba sus labios rosados, leía una postal escrita con ternura, miraba nuestras fotos que me recordaban mi actual flaqueza.

 

Y ahora vuelvo a verlo,  pero esta vez es como un altar tentador.  Inmutable.  Cómodo para existir.  Pero Alberto no conoce que ya estoy como muerta por sus artimañas.  Ese placer lo ignora. De modo que sus palabras volvían a ser las mismas pero con un desvelado afán. Es como si fuéramos a un reencuentro pero repleto de soledad. De soledades.

 

Y la caricia de sus manos era temblorosa.  .  No comprendí si aquel temblor era un halago o un olvido.  Reconocí en Alberto al mismo espontáneo. Eso sí. Y esa misma habilidad tan suya lo acostumbraba a ser mío. Quizás por eso no dejé de arder.

 

Mis palabras al borde de perdonarlo. Mis lágrimas entonándose, y Alberto sonriendo con cierto optimismo y muchos detalles.  Y me digo para mis adentros: Coño,  no entiendo a los hombres.  O soy extremadamente ingeniosa o sufro demasiado lo que equivale un amante.

 

Pero ya mi desnudez ahora está nuevamente colgada, como Sor Juana Inés pero en las manos de Alberto. Que roza con su boca la punta de mi pezón. Quizás averiguando qué nueva verdad tiene mi pubis para que siempre bailemos los dos en la proa de los orgasmos.  Deseosos, hechos para una misma necesidad.  Dispuesto Alberto y dispuesta yo a comernos la fiebre del momento para confirmarnos que la esperanza es un grano de azúcar que nunca se humedece.

 

Lo que me sucedió con Alberto quizás lo conocen mis más íntimos.  Son pocos, tengo una rara vocación por la amistad.  Alberto fue mi gran amigo, un elegido tocado por mis dioses.  Cuando medito sobre este hecho, que ahora me protesta tan tristemente, quisiera ir hasta Casablanca para eliminar esa tradición que Cristo inspira con su Jerusalén en nuestra Habana.

 

Me avergüenzo cuando muevo tantas alabanzas sobre esta duda que hoy tengo.  Porque trato de levantarme, trato de enterrar el deseo de la carne y el deseo de mi mente. Pero Alberto salta nuevamente de su salida hacia mis adentros. Propiciando que su geografía se incline aún más sobre mí,  para que aún más también yo apresure mi regreso a su cuarto.

 

Una de sus manos me invita parodiando con lujuria sus deseos y los míos.  Sensación y movimiento absorben la luz que se disuelve en este cuarto.  Entonces siento su lengua erizada dentro de mi sexo, y a la eternidad oliendo nuestros orgasmos.

 

Así ya no nos quejamos de la vida porque ella no nos retiene.  El parque, sin temor a Dios ni a sus cristianos, se arma buscando el flanco. Alberto y yo logramos inscribir sus flores en ese flanco, entigrecernos con sus árboles regalándole nuestra diana.  Nuestro orgasmo.

 

Y le digo hipotético, grabador, príncipe, con mis piernas bien abiertas sobre su lengua consoladora.  Todo me huele a mundo mientras Alberto con su axila acaricia mis pezones inquietantes.  En espera ellos también por la lengua y la delación de mi culpa.

 

Me siento desleal al corazón, Alberto es un rey golfo.  Un loco que lanza mis ropas por la ventana y me insulta como a una de las putas baratas de Arthur,  para danzar así sobre mis muslos en busca de la leche tibia que también pudiera hervir en cualquier casa contigua, como el desayuno de hijos que amanecen gritando por un vaso de leche en sus manos.

 

Y nos escuchamos en el regreso.  Mis caderas estremecidas todavía vierten pistolazos sobre el ardor que Alberto, apacible y sobreviviente, deja como un descuido en mis oídos.

 

Mi pelo, mi mano y su boca quedan conviviendo.  Ahogados, pero ascendiendo de profundidades que Sor Juana Inés no comprende por mucho que se esfuerce con la soberbia de sus celos.

 

Como la liebre atrapada nuevamente, y con una condena escrita sobre mis poros guardé sus caricias en el alivio del disfrute.  En el alivio del éxtasis. En el alivio de mi corazón.

 

Pero ahora Alberto consagra sus ojos al color de las paredes.  Habla sílabas, interjecciones, monólogos.  Mi cuerpo ya no reacciona como hace unas horas.  Tiene miedo de eternizarlo todo.  Tiene miedo de absorber una mentira.

 

Sobre la ausencia de la sábana miré hacia mi cuerpo, y me di cuenta que Alberto gozaba de una tercera guerra mundial sin enemigo.  Prófugo sin descanso. Ya cuando estuve bien segura de diferenciar lo breve de hoy a lo extenso del ayer, lo odié con desgano. 

 

Asqueada y vacía, con ganas de romperlo todo me llevé nuevamente la depresión y el cuerpo al encierro de mi cuarto.

 

Ahora me obligo a reconocer que este nuevo intento fue inútil.  Alberto es incapaz de salvarme del miedo.  Frente a las estatuas blancas del parque,  grito. Y escapo así de las convulsiones que me ha provocado este reencuentro.  Pero estos gritos no me salvan de la depresión. Ni mi llanto escandaloso ha llamado a los amigos ni a mi familia.  Sigo sola, tocando la filarmónica de mi padre para sensibilizar a los felices o a los desgraciados que pasan por el parque en busca de alguien que les quite la sed de su soledad. De mi soledad.

 

2010. CUBA. RANCHO VELOZ, VILLA CLARA.

 

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SE ECLIPSA EL SENO Y NO LLUEVE, ES FALSEDAD DE LAS ISLAS TANTA LLUVIA.

 CLOSE UP

             Para José Ramón, exótico ejemplar de familia.

 

Coloca la cámara en el trípode. La inclina buscando que su lente caiga perpendicularmente sobre el cuerpo. Busca el espacio, el aliento. Se desahoga exhalando peligro por sus poros. La música y su escenografía.  Se desnuda mirando con desenfado y malicia hacia la cámara. Baila ondulando sus caderas, se enlaza los senos con las manos. Hace un alto.  Suspira. Conversa con su cuerpo, se lo acaricia.  Saca la lengua y la suaviza sobre sus labios. Danza nuevamente muy suave con las manos entretejiendo el monte de Venus. Jadea. Los ojos viscosos, los senos erectos.  Especula.  Crea mitos.

 

Con gesto gatuno se sienta sobre una banqueta y abre las piernas desmesuradamente. La cámara sigue todos sus movimientos, como con obligada condición. Logra el real objetivo. Las piernas quedan abiertas. Enciende un tabaco y exhala el humo, lo dispara hacia la cámara.

 

Retadora, pega su encendido tabaco al bajo vientre. Grita. Convulsiona. Se repliega.  Luego aproxima una vez más el tabaco. Abre con la yema de los dedos la vaina húmeda. Coloca adentro, bien adentro la porción seca del tabaco.  Pulsa el vientre, se lo aprieta. Y un modelo platónico se dibuja en la cámara. El humo del tabaco sobresale como una erección entre sus muslos.

 

Echa hacia atrás su cuerpo. Se agita, convulsiona. Vuelve a pasar la lengua por la comisura sedienta de sus labios. Gime. Se examina con caricias sus pezones. No se reprime. Hace que su cuerpo gire y friccione movimientos con el tabaco, que bien dentro se conserva responsable de su acto.

 

Se mira, sonrojada. Sin vacilación su lengua alcanza la psicosis que expulsan sus pezones. Saliva, gimoteos.

Recoge una cadena y la frota. Se envuelve en ella, como acariciándola. Introduce cada pezón en los eslabones de la cadena.  Sobresalto. Deliro.

 

El poder, la posesión y la cámara. La duda placentera, el deseo, el refugio.  Avanza por primera vez, ofreciéndose. Cede parte de su delirio.  No valora el carácter imprudente y erótico del lente.  Es capaz.

 

Paso a paso, sin locuras hacia la locura. Apta para ensimismarse. No se permite descanso. El resultado no puede ser más que representación de un delirio.

 

La cámara y su eterno retorno. Madre doblemente nacida. Debatiéndose en el misterio. Ansia de las cosas vistas.

 

Para excederse en su triunfo, desciende y se adhiere a las entrepiernas cínicas que la seducen. Manera ociosa de mentir. Pujanza que inspira más viva que la vida misma. Ofuscación acompañada de melancolía. Desbordamiento. Hambruna. Avanza. Se puebla de visiones.  De olores.

 

Cruza la cavidad del humo del tabaco. Moldea la medida de la cadena.  Estructura la lengua sublevada. Abarca la raza del monte. Eclipsa el seno. La cámara separada. Ahora próxima. Con un solo propósito: redondear su ser.

 

Con seducción separa: ombligo, senos, pubis… Concluye esclava, hereje.  Cónyuge sin control.

 

Desprende la cadena de su cuerpo y ata con fuerza la cámara en su vientre. Una lengua lame el ojo que escribe sobre su ombligo: perjurio. Las manos revolotean imponiendo transformación, intercambio. Riesgo.

 

Entre razón y sinrazón, dos cuerpos se agitan, se afectan. Se apasionan. Y obsesionados como nunca se empañan con el acople.

 

 

CUBA, 2012.

LA TIERRA ESTÁ EN ACOPLE...

                               

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

QUIÉN ME PRESTA UNA PISTOLA

 

                       A Héctor Luis cuando bajaron los ángeles.

 

Aquel público no entendía nada. Solo la música que acompañaba les decía algo.  Él no era un actor sino Héctor Luis, el hijo de Ileana, el hermano de María.  Por eso fue que lo decidió, lo planeó hasta los excesos. El público era su aliado. Las luces se apagaron y surgió la exclamación, el desconcierto de siempre, ¡ay…!  Así fue como se escuchó la voz de Héctor Luis pidiendo una pistola. 

 

Pero no la pidió desde la miseria, lo hizo con enfática roña. Con dureza. La pidió con el alma.

 

Fue entonces que el público prestó atención al taburete, al traje… A la sábana que cubría el piso mugriento del teatro.  Pero no oyeron la voz.  La voz se quedó en el vacío.  En el eco de la campana de la iglesia.  Héctor Luis lo gritó.  Y lo gritó como un trueno para que repiqueteara desde lo hondo, desde el alma ¡Quién me presta una pistola, coño! Y la vista se le fue, se le quedó engarzada en el hombre de labios gruesos que lo miraba horrorizado.

 

Allí se le quedó. Quieta, húmeda como la lágrima que escondía cuando actuaba en escenarios baratos como el de aquel pueblo. En escenarios donde no comprendían que él no era Héctor Luis, su vecino. Él era un actor. Un hombre de tablas y no de tablazos.  Esos tablazos que le iban llegando cada día en la guagua, en la reunión, en la oficina… En su casa. Entre la gente.

 

La mirada reencontró la luz cuando el hombre chasqueó los dedos para despertarlo.  Para que no le pidiera más al público una pistola y respirara.  La vida es respirar, Héctor Luis… Respira, Héctor… Respira. ¡Eso! La vida es eso y no tu loca carrera.  La vida es mar, Héctor… La vida es luz… Pero Héctor Luis no quiso respirar.  Héctor no quiso el mar y siguió espantándose los mosquitos que le cantaban su himno de la picada. Siguió como el rey que quiere a su doncella bien muerta para que no le ordene a qué cortesana escoger o a qué país destruir. Siguió así, siendo un actor de tablas con música de fondo.  Una música que escogió para sus excesos. Que se lo decía todo, presentándolo ante sí mismo como un hombre acabado. Un buey que lame la carga para después cargarla.  Un Héctor Luis descalzo, harapiento, con sed de sueños… Una frívola caricatura de Chejov.

 

El público no se percató de que sus emociones también podían trabajarse indirectamente. Y que Héctor había pedido una pistola por obediencia para equilibrar el tiempo. Por reaccionar ante sus impulsos. El público estaba identificándolo cuando el hombre de labios gruesos le habló de la autopreservación y le mencionó a Olga. Una Olga que a él, actor, o a él, Héctor Luis, le importaba un carajo, porque esa Olga se tomaba su calma cuando cosía en su vieja máquina de coser una estola, una blusa o una sábana.

 

Él era el observador de la respiración. Él era el hombre que lo traía todo planeado, y por eso sin descanso pedía una pistola. No pedía una mujer que cosiera fantasmas en la madrugada o que fuera al mar para ordenar sus hazañas. Eso del hombre de labios gruesos le cayó mal.  Le cayó mal esa firme decisión de quererlo reajustar a esa tal Olga que ni él sabía quién era. Ni si tenía el poder para conseguirle una pistola. Además de que entre el público no estaba Olga.

 

Escondió una lágrima para que el hombre de los labios gruesos lo dejara a un lado con sus estupideces de los patrones humanos, que lo dejara fluir libremente sin tener que montarse en una guagua repleta o dormir en una cama con la música barata de los mosquitos o lamentarse porque el cuerpo le duele y el stress lo machaca. Él, el Héctor Luis actor de los obstáculos para autoevaluarse con una pistola. Con una jodida pistola que ahora le falta. La necesita porque el público no entiende nada y él se aprovecharía de esa insensatez para actuar con libertad y para que su mujer no le impusiera más nunca el yugo de "ve y consigue esto", "anda y trae aquello". Con una pistola apretada contra la cabeza, podría librarse al fin, de una vez y por todas, de sus quebraderos de cabeza.

 

CUBA, 2011, Y HOY LLUEVE...

¿QUÉ PEDIRLE A LA ISLA, IDANIA?

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PARA CONTARTE HE VENIDO A LA TIERRA, ESPERENME...

                                                                                                                                                               COMO LAS GRANDES HISTORIAS SE REPITEN,
ME GUSTARÍA QUE LAS NUESTRAS, LAS DE TODOS LOS CUBANOS, LLEGARAN A UNA TOTAL Y CUAL REPETICIÓN QUE NOS ABURRIERA PARA QUE DE UNA VEZ POR TODAS
NOS CONTARAMOS LA HISTORIA NUEVA.
 
LA QUE HABLA Y DICE QUE IDANIA YA PUEDE ESCRIBIR SU LIBRO, NO EL DE LOS OTROS..
NO EL QUE  LE DIGAN QUE HAGA...
NO EL QUE LEERÁ EL OBLIGADO...
NO EL QUE SE LEA POR CURIOSIDAD PUEBLERINA...
 
"EL LIBRO DE IDANIA",
SERÁ EL QUE CUENTA SU VERDADERA HISTORIA,
LA QUE AÚN HOY NO PUEDE DECIR...
 
PERO SÍ LA QUE VA A DECIR Y MUY PRONTO...
ESPERO QUE LO LOGREN LEER...
 PERO YA NO ESTARÉ EN CUBA.
 
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PREMIO EN MI LIBRO "LA HIJA DEL AGUA"

 

 

BASTARDO PARA MI GUSTO.

                                            ¿Qué dices, qué eres, qué aguardas?...

                                                             - Roberto Friol -

Huelo el recinto.  Un silencio penetra mi cuerpo.  Alzo la vista.  M está dentro de su caja de vidrio.  Sus ojos hierven.  El frío del aire acondicionado se cuela como un demonio dentro    de mis poros. 

El custodio me observa, es el único que tiene su pistola en el lado izquierdo del cuerpo.  Los demás tienen sus armas en los ojos.  Me desnudan. 

M expulsa flores encima de mi boina.  M está enamorada de la boina.  Yo estoy enamorada de sus senos.  No pienso canjear.  Ella quizás tampoco piensa canjear.

Camino sobre las losas pulidas del recinto, y mi éter se confunde con las armas.  Todas están dispuestas, reservadas para cambiarle el color a mi boina.  M está a la expectativa.  Quizás lucha.  Una lucha con el cuentamonedas que tiene sobre el mostrador de su caja de vidrio.  El cuentamonedas la repudia.  Necesita mantenerse estable.  M no lo logra.  Sus nervios danzan.

Detengo los pasos.  La caja de vidrio me espera.  M cierra su escotilla con la espalda del cuentamonedas.   Toca sus labios con la punta de los dedos.  Se mira en los cristales.  Me mira a través de ellos.  Estoy fría.

Para mi tranquilidad Maríanela está conmigo.  Y cuando ella está siento que mi cuerpo se guarece.  Que no hay quien queme entrañas sobre él.  Está y lo ve.  Porque ella ve mucho más que las paredes, que las losas pulidas que nos sostienen.  Y cuando ve se encierra y agita las pestañas, quizás buscando que desaparezca mi éter.  Este éter que es un instrumento espiritual.  Algo que ni yo misma sé explotar, pero que explota, que sale como una religión.  Entonces mi frialdad comienza a ceder, y se me hace el espacio más pequeño y hasta más caliente, porque ella está.  Y cuando está su signo de fuego también explota.  Entonces me aglomero y dejo a un lado las armas y las epidemias de la visión.

Y hasta la mirada de M se pierde, se esconde, porque se siente azotada, sin lumbre para renacer.  Como si estuviera fuera de su caja de vidrio y no encontrara sus zapatos, ni  encontrara sus calles.  Porque Maríanela la ve.  Y lo ve todo con tanta candidez que M se dispersa, se ahuyenta de mi boina.  Y habla, y gesticula del nuevo peinado de la moda, de los esfuerzos del tiempo, de sus exigentes reglamentos.  Pero Maríanela sabe que M se castiga si no mira mi boina, y sus dominios van más allá de la palabra y le guarda el mayor silencio para que M descargue y se descargue.

Entonces me siento un algo exclusivo.  Mucho más cuando el custodio con su pistola al lado izquierdo del cuerpo se deja acariciar su barbilla.  Y como un herrero que a golpe de horno forma su pieza yo formo su consuelo.  Un consuelo un poco bastardo para mis gustos, pero que merece, porque también permite que mis caderas le acaricien la culata a su pistola.  Y la siento fuerte, viril, con una obediencia femenina que me asusta, pues la he comparado con una mujer bisexual; iniciando sus cruzadas en cualquier sexo.  Como si lo segundo fuera mejor que lo primero, o lo primero fuera más rico que lo segundo.

Nunca he podido ver los labios de Maríanela, ni los senos de Maríanela, ni los ojos de Maríanela  como veo los anuncios del cuerpo de M.  Será porque no existen, porque no están.  O porque ella es simplemente mi Muriel.  Ese ángel velador que me guarda a toda hora.  Y aunque yo conozca que Maríanela vive perdida dentro de mis boinas, mis sombreros, mis encantos; jamás he podido canjear todas estas cosas mías por sus senos.

Digo que no puedo, porque simplemente ella es también la muchacha de Carlos Varela.  Esa triste muchacha que se rayó su cuerpo con un tatuaje de amor porque no le dejaron sitio.

Y Varela no es de los que se confunde ni huele mi éter para saber por dónde anda mi osadía.  El conoce, quizás más que nadie, que soy del Muro de los Lamentos, y que es allí donde escribo mis grafitis.  Además, Varela también quiere pintar para sentir su alma, y esto es algo.  Algo que él y yo solo conocemos.  Es su monumento a los grafitis.

Ahora Varela no está ante la caja de vidrio de M.  Ni escucha la santa rebeldía de ésta porque Maríanela está a mi lado.  Pero me hubiera gustado que se presentara con sus mejillas de loco armónico y su felicidad cristiana para que sin cautela le hiciera, en mi nombre, un guiño a la falda de M.  Esa falda que de repente se ha convertido en una catedral que no permite otra conquista que la mía.  Pero yo no puedo decirle.  Yo no puedo hacerle, porque todos tienen sus armas en los ojos y esto me aterra.

A tal extremo es el terror que a Maríanela  la convertimos en ese medio de sendero entre dos extremos.  Y ella lo sabe porque lo ve.  Como ve que M es una luz que se opaca cuando estoy con alguien.  Aunque ese alguien sea la medida exacta de mi propia luz, de mi propio amor.  Pero M no lo conoce, como tampoco conoce por las tantas y tantas pieles que Maríanela y yo hemos atravesado para agrietar la nostalgia.

Esto solo lo conoce mi buen amigo Varela, que con su cuadrilla de perros se ha marchado, para dejarnos con unos tatuajes santos en los tobillos y unas viejas volantas para su espera.

Y ya Maríanela está cansada.  Porque ve que está en el medio.  En el medio del vidrio, en el medio de las losas pulidas,.  En el medio mío sin el medio de ella.  Y enfila sus ojos hasta los míos para calmarme.

 

Así me deja llevar los viejos pergaminos que tiene M exhibiendo en su caja de vidrio para que me sosiegue y mi cuerpo vuelva a sumirse en la paz de otro tipo de silencio.  Pero yo no me quiero marchar.  Yo no quiero salir de esa acuarela de vidrio donde M se aquieta, porque sus ojos dicen más que los rumores de la banqueta donde se sienta.  Y me hago la mansa, la que encarna la divina providencia para así estudiar a cuantos pasos me queda el custodio con su pistola al lado izquierdo del cuerpo.  Ya Maríanela me ha comprendido y se embriaga dentro de mi mansedumbre,  pero jamás sospecha que mis ojos ya no están sobre la caja de vidrio de M, y sí sobre la pistola.

Sé que he embriagado al custodio con esta inmensa cantidad de éter que revoluciona mi espíritu.  Y lo curioso es que él también ha olvidado su arma al lado izquierdo del cuerpo, y se mezcla con el color de mi boina.  No sé si por mis espejismos o porque también M se ha aliado a mi campo de sensibilidad.  En este caso Maríanela diría que se queda con las segundas partes, aunque no sean buenas, pero que sin ser buenas sirven para sacudir la crisis de insulso que repleta al recinto.  Pero Maríanela esta vez no ve, no escucha.

Estudio la profundidad a la que tengo sometida al custodio.  Me separo de la caja de vidrio de M.  Maríanela recupera sus sentidos leyendo un poco alejada los pergaminos que abundan en el recinto.  Ella está totalmente ausente del paraíso que nos envuelve.

Busco la salida de este laberinto acariciando suavemente la barbilla del custodio.  El jamás puede creer en escamoteos, ni en malos sueños cuando estas dos manos, con una maternal fragancia, lo acarician haciendo que olvide hasta el lugar donde está.  Lo curioso es que M es la única que siente mi percepción animal y se agazapa detrás del cuentamonedas.

Tranquilo y como un inocente más el custodio siente una serenidad de seda que lo deslumbra.  No sabe que puede ser sobornado.  No sabe que lo amargo y lo inconstante le puede llegar con mis manos.  Y su perfume es el de una muchacha que se evade con su amante.  Y su pistola al lado izquierdo del cuerpo es mi boina.  Pero no en la cabeza, sino entre mis manos.  Sin dolencia, sin tumulto.  Solo mía en el hueco de mi mano.  Sin que nadie medie, como si la presencia de todos estuviera soterrada para siempre en el recinto.

No hay caricia más suave que la culata de esta pistola.  Y es porque la siento como uno de los senos de M, que encontrándose desprotegido se guarece entre mis manos.  O porque es la misma M que se ha salido de su miedo solidario para llamarme fiel, para plegar sus labios a mi acto de crucifixión.

Ahora nadie me ve.  Nadie está atento.  Soy insobornable con la pistola y la boina.  Soy la desnudez de todos, soñando con otro sitio, con otros horizontes donde no medien los vidrios.  Donde sólo M esté.

El oído silba.  Los labios pronuncian.  El aire frío perfuma.  La pistola anuncia.  Mi boina en los ojos taciturnos de M.  Resolviendo mi último intento de esperanza.  El custodio con la promesa de la semilla seminal en los labios.  Los demás ausentes.  Habituados así a la sombra.

La pistola deja su anuncio y se alza.  Maríanela desconcha las esquinas de un pergamino.  No escucha.  No ve.  La sabiduría dentro de mi cabeza desnuda.  Mi boina en el oscuro cañón de la pistola.  Escudriñando su muerte, asumiendo los secretos de Varela, soplando los comentarios de los demás.  La tierra sin sus losas pulidas.  Y M protegiéndose con rezos.  Sin vidrio, sin cuentamonedas.  Sola.  Muy sola, y con mi boina herida dentro de sus senos...

 

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POEMA FINALISTA DEL CONCURSO NUEVO PENSAMIENTO.

LA MISERIA DE UN DIOS DE SIGLOS

 

Un Dios puede imponerte su miseria.

Traspasarte.

Sacudir el animal religioso que te acecha es tu única fortuna.

Tu honor –en esta ocre- ya es un fallo.

Una tarde sin paisaje lamiendo girasoles.

 

Acosa el temporal,

Miras las esporas que te hablan de una guerra y perdonas.

Perdonas hasta la falda verde que te viste obligada los domingos.

 

Perdonas al Cristo en el otro lado de Casablanca.

 

Y perdonas al innombrable que te impuso la miseria de un Dios de siglos.

 

Un Dios que es madre de pradera en éxodo.

 

Allí es donde te despuebla el párpado agónico a perdonar.

Y haces como el tejido de la flecha que parte.

Que se hizo acción escapándose de un aguacero cubano

para no entristecer al arbusto que te dibuja sobre sus dioses.

 

Un dibujo que sufre no desnudarse.

No quitarse la liturgia de la imposición en la miseria.

Y vuela.

 

Se sacude el linde de una culpa tan magna que tu lágrima

                                Gira

                                      Rueda

                                                Cae

Como un fallo –en esta ocre-  de miseria que se nombra Cuba

desde su alabanza.

 

 

 

 

                                           Febrero 2012. Rancho Veloz. Cuba.

 

 

 

 

 

 

 

 

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OREMOS POR LOS CORAZONES CUBANOS...

 

Oración - Yo Te Abro Mi Corazón

 

 

Mi amada victoriosa presencia de Dios YO SOY,

¡Luz de mi alma!

Mi amado Ser Sagrado de Cristo,

¡Sabiduría de mi alma!

Amado Padre/Madre Dios desde el Gran Sol Central,

Amados Maestros de la Gran Hermandad Blanca,

Siete Maravillosos Arcángeles y Siete Elohims de Dios,

Amada Virgo, nuestra querida Madre Tierra.

 

 

Yo deseo tanto el ser llenado con el amor de Dios

Yo te abro mi corazón

Yo tengo tanto anhelo por la gracia desde el corazón de Dios

Yo te abro mi corazón

Yo tengo tanta esperanza de llegar a ser Amor Divino

Yo te abro mi corazón

Yo ahora derramo mi amor y devoción a ti

pidiendo ser restaurado a mi eterna libertad cósmica.

 

Al yo ser renovado en su abrazo

¡siento la paz de su eterna llama de amor!

 

 

(cada día, tras leer el primer párrafo, repetir 3 o más veces el segundo)

 

 

                                                                                              

 

 

 

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